domingo, 25 de septiembre de 2011

CUENTO DE INVIERNO: "humanos"


CUENTO DE INVIERNO: “Humanos”

Amaneció un día muy frío; el aire se colaba por la rendijas del habitáculo y al pasar por ellas producía un sonido peculiar como si se tratara de una musiquita silbada que a Kenac le llamó la atención, tanto que estuvo un ratito escuchando el sonido entre divertido y amenazador. Consciente de los peligros que eso conlleva se dirigió a su compañero inmediatamente y le instó para que se abrigara y se cuidara porque el día amenazaba ser muy duro. Le despidió con una sonrisa mientras acariciaba su rostro y él le correspondió con una caricia en su pelo.
Konzo era un muchacho fuerte que no le temía a nada, estaba acostumbrado a salir con un tiempo infernal. Desde que nació no había conocido otra forma de vivir, ni el viento helado, ni la lluvia ni la nieve le intimidaban, tenía que cuidar de su familia y era obligado salir a buscar el alimento cosa no muy fácil ya que el mal tiempo obstaculizaba la búsqueda. Se cubrió con las pieles que había cazado y, orgulloso de su valor y de su fuerza, salió a enfrentarse con todo lo que se pusiera por delante.
Deambuló por los campos en busca de alimento que llevar a su familia pero apenas encontró alguna pequeña pieza que, al igual que él, andaba buscando algo que poder llevarse a la boca. Eran tiempos difíciles, todos tenían hambre, la comida era escasa y se imponía la ley del más fuerte, “el pez grande se come al chico” así que Konzo dio un certero golpe sobre su pieza y pensó que había sido por hoy un ser afortunado.
Kenac, mientras tanto se ocupaba de cuidar a sus hijos y velar para que el fuego no se extinguiera. No era tarea fácil si el fuego se llegara a extinguir y por eso todos los miembros del clan tenían como trabajo principal el mantenimiento del preciado fuego. Era su subsistencia.
La noche empezaba a asomar, la luna se ocultó y la oscuridad se hizo fantasmal. Konzo apuró el paso para llegar lo antes posible a su refugio y ya sólo pensaba en acomodarse junto a los suyos ante el fuego y repartir entre todos lo poco que había podido cazar.
La luz que desprendía la fogata teñía toda la estancia de un color dorado. Las paredes de piedra tomaban formas diversas al movimiento de las llamas y se divertían adivinando en ellas perfiles de animales o de personas, como cuando se observan las nubes y se adivinan en ellas formas diversas. Algunos se atrevían a resaltar los rasgos de la misma piedra e incluso se atrevieron a colorear con semillas y frutos que machacaban y así obtener material de pintura. Otros trataban de pintar en las piedras más lisas escenas de esas reuniones alrededor del fuego.
Todas esas cosas les divertían y así, de esta manera tan sencilla nuestros antepasados primitivos iban sobreviviendo día a día, noche a noche, con una sola idea: la supervivencia.
La hoguera va perdiendo su fulgor, los ancianos se acurrucan unos con otros para no perder el calor de sus cuerpos, los más jóvenes se acomodan por la estancia y Konzo y Kenac reúnen a los más pequeños bajo las pieles que su padre valientemente ha obtenido. El sueño les invade y alguien todavía despierto va imitando como un susurro el crepitar del fuego.

María Dolores Velasco

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